miércoles, 3 de mayo de 2017

mec.

A medida que avanzaba hacia la treintena, la vida de los que me rodeaban me parecía más simple. El trabajo, la novia, sus proyectos de casas, hipotecas, bodas… Desde los que más precozmente habían dado el salto al mercado laboral hasta los que habían apurado hasta los 27 para acabar un máster, ya iban todos enfilando uno por uno las sendas de sus vidas. Aquel batiburrillo de jóvenes soñadores que tenía a mi alrededor había mutado y ahora quería hacer cosas más propias de la etapa vital que su edad les marcaba. Podría aseverar que el grueso de mis conocidos ya había encontrado o bien la pareja con la que intentarían estabilizarse, o bien el trabajo de 40h semanales en el que intentarían progresar (tal vez ambas cosas). Parejas a menudo buscadas de prisa y corriendo y trabajos con los que intentar saciar su afán de poseer cosas. Pero trabajar mucho para poseer más es como tratar de apagar un fuego con gasolina.

Con el afán de experimentar y la capacidad de improvisar bien soterradas, las zonas de confort habían ido expandiéndose lentamente hasta abrazar y maniatar cada uno de los ámbitos de sus vidas. Como esos mapas didácticos animados que hay colgados en Youtube que se colorean reflejando la expansión del imperio mogol por Asia o el contraataque de la URSS por Europa del este durante la segunda guerra mundial.


“Sí, papá también tuvo su época ‘movidita’ de joven” - le contará más de uno a su hijo en alguna charla para intentar empatizar con la adolescencia de su vástago. Lo que seguramente nunca le cuente es que conoció a la que es su madre aumentando el radio del Tinder a 80 km tras fracasar en otras latitudes. El sesgo del narrador, supongo.


Mientras tanto, los que no nos habíamos adaptado a este nuevo status quo éramos repudiados por la mayoría de mujeres de nuestra edad. Quienes sabían muy bien que para echarse una pareja con vistas de futuro jamás buscarían al mismo perfil que seleccionarían para echar un kiki una noche. Y las de nuestra edad, efectivamente, ya pensaban más en casarse que en follar a las seis de la mañana con alguien a quien le sabe la boca a una amalgama de whisky, cerveza y tabaco Pueblo. 


“Nos lo pasábamos genial, pero eran otros tiempos.” – comentaban ellas entre risitas en una de esas reuniones de amigas en las que se echaba la tarde en la terraza de algún pub que pusiera gin-tonics en copa bien grande. Esas copas de cristal grueso que se ven a kilómetros. Sentadas en aquellas sillas bajas cuadradas de color negro que se venden a granel en IKEA y que tienen los laterales de imitación de mimbre. Uno de esos pubs que por dentro tiene música superhortera a más decibelios de los aconsejables y luces de discoteca. Pubs modernos que siempre están vacíos salvando los días de sol en el que grupos así se les sientan en la terraza y rescatan al camarero de mirar las musarañas. Negocios que brotan en las primaveras pero que jamás duran más de un año sin echar el cerrojo, por supuesto.


Rechazados por las mujeres con éxito de nuestra generación, muchos eran carne de cañón de las locas que pululaban por Badoo, Lovoo, Adopta un tío, Happn… La lista de aplicaciones era interminable. Todas con una interfaz diferente pero todas colmadas hasta arriba de la misma podredumbre humana. Allí sólo se acumulaba la broza. 

“Me gusta Harry Potter, Black Mirror y los animales, si no te gusta nada de esto ni me hables” – rezaba la descripción de ‘Lucía’, de 25 años. Me jugaba el cuello a que tendría el buzón de mensajes privados a reventar. 

Algunos colegas se lo tomaban con resignación y con humor. Recuerdo aquel día que me encontré con Jacobo y me contó que se había ido desde Sevilla al Valle de Bristol, al norte de Cáceres, en su vieja Partner sólo para acostarse con Blanca Nieves, una divorciada de 40 años a la que le olía a patata podrida el pliegue anaérobico que hacían sus tetas y su abdomen al solapar. 

Se ve que después de esnifollar, a Jacobo le entró hambre y se la llevó a comer a una franquicia de comida rápida del barrio en la que daban el ‘Marca’ gratis. Cuando ya has hecho todo el juego de seducción por el chat del Tinder imagino que ya no es necesario ponerse pretencioso.

No pude evitar acordarme de él al leer al día siguiente un artículo en El País sobre los playeritos pectorales, unas aves capaces de hacer 13.000km en busca de sexo. Si Jacobin seguía soltero unos años más, pronto la revista Nature tendría que hacerle su hueco junto a los playeritos (conocidos como correlimos en España).


Luego estaban los que tenían la cabeza bien metida en el terreno de beber y drogarse a contratiempo y mal. Y directamente pasaban hasta de las aplicaciones. En su mayoría trabajadores de hostelería que libraban el domingo o el lunes nada más. Noches en las que aprovechaban para irse con gente del gremio a beber Jack Daniel’s con Coca-Cola al único bar de la zona que abriese a esas horas y esos días. Público especializado. Gente con sueldos miserables pero con poco tiempo. Tiempo en el que podían permitirse pagar los cubatazos y meterse cocaína en el baño. Bares turbios. Llenos de conocidos que siempre se saludaban con un abrazo y sonrisas al entrar frescos al tugurio pero de los que ya no se acordaban tanto al irse dando tumbos a casa. Compañeros de droga y soledad. Muchos coqueteando con la prostitución, arrastrados por esos cuarentones solteros que se peinan con gomina hacia atrás los pocos pelos que les van quedando sobre la cabeza. Chavales jóvenes que tenían ilusión pero que nunca decidieron tomarse en serio lo de huir del paro. Les anclaba su ciudad, la droga, o tal vez esa chica con la que estuvieron años. Cada uno tiene su historia y todos tienen su derecho. Ahora siguen teniendo su ciudad, pero también más dinero y más ganas de meterse cada vez que salen de ese jodido bar donde han echado diez horas, cobrado ocho y cotizado la mitad.


También quedaban los raros, los frikis. Esos colegas que juegan a videojuegos de personajes de rol. Esos juegos interminables de subir habilidades y explorar un mundo fantástico mientras que en sus vidas en los últimos meses sólo han salido de casa a echarse los canutos con sus compañeros de partida en la placita del barrio. Tal vez alguno más festivalero los conseguía liar para estar tres días a base de MDMA en el Viña Rock, pero no más. Luego volverían a casa y se desintoxicarían de la sociedad encerrándose en sus cuartos viendo algún torneo de LoL en directo desde la 1 de la mañana hasta el amanecer. Cosas de que se organicen en Tailandia.


Pero también hay frikis más clásicos, de esos que se conocen todas y cada una de las series y películas de anime que ha producido Japón en los últimos 25 años. De los que no se drogan. Esas personas que siguen teniendo de portal de referencia ‘Meristation’ para algunas de sus mierdas y sueñan con viajar al país nipón y echarse de novia a una que se parezca a Sakura, la cazadora de cartas. Chicos de buen corazón, pero anclados en una visión hiperromántica del amor, fruto de horas de visionado de animación japonesa y clásicos de Disney. Chavales a los que les han roto el corazón mil veces rechazándolos antes de que se empiece a escribir historia alguna, pero a los que nunca les han dado la asestada definitiva. Como la que sientes cuando sales de la gran relación de tu vida y tras años y un final tormentoso a las dos semanas te enteras de que tu ex ya está saliendo con otro.


Siempre había también algún colega que no quería resignarse en su soltería y se seguía yendo al Logos a los grupos de los Erasmus que llegaban a su  pueblo, año tras año. A pesar de ser cada vez más viejo y de dar bastante el cante. Solían ser chicos que habían tenido un florecimiento tardío de su época sexual, por decirlo así. Hombres que habían tenido alguna experiencia en el extranjero que les había abierto la mente(o no). También había ayudado mucho haber abierto las piernas de alguna eslava con la que no habrían podido soñar en España, tras muchas conversaciones estériles por Whatsapp y haberlas llevado al restaurante más "caro" de Cracovia. Chavales que eran de los raritos del instituto y a los que se les daba bastante mejor ligar con polacas que con españolas. Chicos inteligentes pero con pocas habilidades sociales. Aunque claro, competir en humor, caballerosidad y espontaneidad con los maromos polacos a los que estaban acostumbradas estas chicas no era una gran dificultad. Ni siquiera para ellos.


Tal vez la gente joven de esta era viva demasiado rápido. Se me parte el alma cuando veo a chicas de mi edad que ya son incapaces de amar. Chicas que ya hablan y ven la vida como las divorciadas amigas de mi madre con las que se va a andar al río los domingos.

Chicas que combinan épocas de soltería con parejas a conveniencia con una frialdad pasmosa. Como un complemento más de sus vidas que se puede poner y quitar, hacer y deshacer, a su antojo. Por la otra parte, ellos solían ser tipos de esos que van al gimnasio y se llaman ‘máquina’ unos a otros cuando hablan de sus ligues o de las adictas al Instagram a las que acosaban. Como si fuesen los reyes del amor y la seducción, cuando lo cierto es que todos acababan echándose de novia a la primera que les gustase un poco y les hiciera caso. Amor moderno occidental.

Cualquier parecido con la realidad, sera una coincidencia.

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